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sábado, 11 de abril de 2009

CUENTOS EDUCACION AMBIENTAL


EL GUARDAPARQUES COMEDIANTE

Por Horacio Quiroga

En el fondo del bosque, entre una verde aglomeración de ceibos y timbós, vivía un pobre hombre que se llamaba Narcés. Era bajo, amarillo y triste. En su juventud había sido cómico de un teatro de aldea. Usaba barba que no peinaba nunca, y monóculo, al cual se había acostumbrado en las farsas de la escena. Sus penas le habían vuelto distraído. Caminaba con lentitud indiferente, abriendo y cerrando los dedos, envuelto en una larga capa que arrastraba a modo de toga.

Solía suceder que, levantándose tarde, se lavaba y peinaba con cuidado, ajustaba correctamente su monóculo, y tomando el camino que conducía pueblo marchaba gravemente. Al rato murmuraba: yo soy romano y negligente. Se detenía pensativo y bajaba la cabeza. Después continuaba su marcha. Pero las más de las veces se volvía de pronto y comenzaba a deshacer su camino, lleno de distracción y tristeza. En el resto de esos días quedaba aún más encogido de hombros, y abría y cerraba con más frecuencia sus manos.

Por lo demás, era inofensivo. Su gran diversión consistía en ajustar u papel cuadrado a los vidrios de la ventana, y contemplarle de lejos.

En las rudas mañanas de invierno iba a sentarse a la linde del camino y, arrebujado en su capa, soportaba el helado cierzo que le hacía tiritar.

No se movía de allí hasta que una pobre mujer cualquiera pasaba temblando de frío. Entonces la saludaba, retirándose satisfecho: he sido galante, se decía.

Una vez encontró en un rincón de su cuarto algunos viejos libros que le sirvieran de enseñanza para el teatro. Pasó tres días encerrado. Al cabo de ese tiempo salió con una larga espada de palo y el rostro sombrío. Fue al pueblo ‑era de noche‑ y se apostó en una esquina, observando de soslayo las desiertas calles. Como después de mucha espera pasara una dama fue al encuentro de ella, detuvose, colocó su mano izquierda en la cadera, avanzó la pierna derecha, dobló ligeramente la otra, se inclinó, sacó su sombrero, y dijo graciosamente:

‑Señora de mis ojos, ¿es que vuesa merced quiere mi vida?

A pesar de todo, era un buen hombre a quien su poca suerte, sin duda, había vuelto algo distraído.

Era guardaparques. Las chicas se reían de él, y los rapaces le seguían cuchicheando. El extraño adorno de sus ojos llamaba la atención de las comadres que le señalaban con el dedo cuando iba, raras veces, a hacer sus compras al pueblo. En esos casos tomaba porte señoril y daba grandes zancadas.

Sucedió que una muchacha que oyera escondida sus monólogos, le susurró al pasar: "Soy romano y negligente". Esto le dejó pensativo por tres días.

En consecuencia, una tarde cogió el palo que le servía de bastón, calzó las grandes botas, y fue a llevar una carta a su jefe que vivía a muchas leguas de distancia. Dejó el papel al secretario y se retiró. Como entregaran el sobre al señor, éste, abriéndole, leyó ‑escrito en gruesos caracteres perfilados que denotaban un paciente estudio del carácter de letra que debiera adoptar‑: "Soy romano y negligente".

Tenía, entre otras manías, la de resguardarse del canto de las ranas. Se cuidaba de él, pero a manera de los ñanduces, esto es, ocultando la cabeza detrás de un árbol u objeto cualquiera. Su canto ‑decía‑ puede ocasionar una instantánea regresión a la célula, sólo con que las ondas sonoras repercutan en nuestro centro.

Dialogaba con los cazadores furtivos, observándoles burlonamente con su monóculo.

“Merodear" ‑solía decirles‑ "es como buscar un traje nuevo”.

Y enseñaba el suyo rotoso con compasión.

Nunca se acostaba sin antes trazar con tiza una línea recta en el suelo y colocar encima su sombrero.

Los domingos salía de pesca; pero como nunca ponía lombrices a sus anzuelos, los peces, al chapotear, le sumergían en hondas cavilaciones. En uno de estos sucesos mandó una larga disertación al magistrado del pueblo, con este título: Del anzuelo y las lombrices, como factores indispensables en la pesca.

Sabía latín, que no había aprendido, y recitaba versos en inglés.

Su estribillo era: por mas parques y no menos.

Tenía sentencias propias, escritas en un viejo rastrojero fileteado, adquirido no sabía dónde. He aquí una de ellas:

"La raza es el justo medio. A regularidad, siglo. Cuando las razas degeneran, los superiores avanzan. Degeneración quiere decir exaltación. Un halcón peregrino vuela: los papanatas‑sapos abren la boca. Como no pueden volar, se arrastran. Entonces proclaman que el que no hace como ellos, peca".

Otra máxima: "Seamos prudentes. ¿Qué quiere decir prudencia? Coordinar los medios de modo que nos produzcan el mayor goce posible. Obremos tal como nos sentimos inclinados a obrar; esto es seamos prudentes.

De todos los recuerdos de su vida anterior, sólo conservaba uno sombrío. ¿Mucho tiempo? Sí, ya casi no recordaba cómo había sido.

Era el gracioso de la cuerpo. Sus compañeros se burlaban de él, y le pegaban sin motivo alguno. Pero era tan bueno que sonreía dulcemente. Una noche le convidaron a cenar, porque la dama joven, que cumplía años, le tenía compasión.

Era una hermosa fiesta, llena de alegría y de señoras. Cuando entró con su vestido desgarbado, sonriendo con timidez y dulzura, como si quisiera pedir disculpa por su presencia, todos le aclamaron a grandes gritos. Uno le tiró del saco, haciéndole caer para atrás; otro le arrojó vino a la cara, un tercero le embadurnó la cara con pasteles, otros le hicieron caer de rodilla, colgándose de sus hombros. Y así todos, empujándole, maltratándole, sirviendo de juguete a los criollos alegres. Pero él se limpiaba sin protestar, sacudía su ropa, pedía casi perdón por su pobre figura.

Cuando se cansaron de él, abandonándole, fue a sentarse en un rincón, con las manos sobre las rodillas. No hacía ruido, por temor de ofenderles. Miraba la creciente alegría de sus compañeros, siempre en su silla, pues no se atrevía a tomar parte en la fiesta. Por eso cuando el primer actor se le acercó, ofreciéndole una vaso de aloja (fermento del Prosopis), rehusó, apartando dulcemente el vaso.

‑¡Que beba! ¡Que beba! ‑gritaban todos.

‑¡Bebe! ‑repetía el actor.

Pero él insistía en su negativa. Como nunca había bebido, temía le hiciera mal. Acudieron todos: uno le sujetó los brazos, los demás le levantaban la cabeza, tirándole del cabello.

‑¡Pero déjenme! ‑repetía el pobre, debatiéndose‑ ¿Qué mal les he hecho yo?

‑¡Que beba! ¡Que beba! ‑vociferaban.

Y tuvo que beber, y le abandonaron. Al rato insistieron de nuevo y volvió a beber. Y así, cuatro, cinco, seis vasos de aloja.

Se abría para él un mundo nuevo, una convicción tan serena y sencilla de que él estaba a la altura de sus compañeros, que entró en el grupo de las señoras, dirigiendo ‑sonriente‑ frases de fina intención.

Sus ademanes eran gratos, tenía alucinaciones. De pronto se sintió con exquisita potencia de voz, y cantó una romanza galante, marcando con el índice el compás.

No permitió que le aplaudieran sino una vez que se hubo parado sobre una silla. Y entonces, sacando la cadera, aplaudió a su vez con suave gracia.

Luego entró en un período de exaltación amorosa. Abrazaba a las damas y les besaba los ojos. Se colocó un sombrero de mujer, y caminando afeminadamente, exclamó: ¡Ved el amor que pasa! Enseguida bebió sin interrupción una botella de vino.

Tenía sed. Bebió más. Cuando la fiesta hubo concluido, se fue con la primera dama a quien agradaba su estado anormal. Es gracioso, decía. Soy galante, insinuaba él, estrechándola. Estaba completamente desvariado.

Luego no recordaba bien lo que había sucedido. En casa de ella tuvo delirios, horas indiscutibles, en que tal vez la locura hizo presa de él.

Su crimen, por el que fue condenado a cuatro años de prisión –pues se le reconocieron causas atenuantes‑ le había hecho sufrir al principio, luego le había molestado, después le ocasionó orgullosa ventura. Había llegado, en pos de hondo examen, a la conclusión de que el pasado no existe, y todo individuo deja tras de sí millares de otros individuos que son los que han llevado a cabo las diferentes acciones del yo anterior.

‑Con mucho ‑decía‑ yo seré un descendiente lejano.

"El que mata" ‑escribió una vez‑ "tiene dos yo: el suyo y aquel del cual se apropia. Es un avance a la absoluta individualidad. He observado que todos los que matan violentamente asimilan algunas de las cualidades de la víctima. Esto prueba la necesidad de matar, en la oscura persecución de un modo que falta al yo". Una vez concluida la carta, la encerró en un sobre y la llevó al correo con esta dirección: Al señor Narcés, guardaparques. Esperó lleno de impaciencia la carta, y cuando la recibió y la hubo leído, exclamó satisfecho: estoy conforme conmigo mismo.

Los años pasaron, y Narcés vivía siempre en su casita del bosque con la suave dulzura de su existencia sin preocupaciones de ninguna clase. No había perdido sus costumbres: su placer consistía, como antes, en el pedacito de papel cuadrado y su monóculo. Pero una mañana se olvidó de colocárselo, y sonriendo con tristeza comprendió que su vida cambiaba.

Aunque Narcés se había deshecho de todo lo que le recordara su vida anterior, y vivía en su pobreza olvidado de todo, guardaba, sin embargo, algunos libros de literatura en los que su juventud había hallado un molde casi perfecto. Dentro de un cajón estaban esos libros; y la madrugada que le vio sin monóculo pasó sobre él, como una mano helada que pasa sobre la frente, y Narcés desenterró esos libros y formó con ellos un espejo en el que su vieja alma no tornó a reflejarse.

Llevaba en su cabeza la verdad literaria de dos mil años, axiomas, teorías y purezas gastados en el silabeo secular, y toda esa llanura de blancos corderos y almas rectanguladas era un antiguo paisaje, para cuya existencia de soñador en voz alta tenía que ser forzosamente precario. Sus ideas de pobre viejo tenían la extravagancia de los grandes esfuerzos que nunca pudieron ser útiles, y la desolación de su vida comenzaba a llorar el vacío de los no gozados amores. Y así la regresión a una edad que estaba muy lejos de ser la suya desequilibró su organismo, y Narcés paseó el cansancio de su esterilidad durante noches enteras entre las cuatro paredes de su cuarto, extendiendo la flaca mano suplicante como un mendigo que llegó retrasado a las reglas distribuciones de amor.

Una mañana de invierno fue al pueblo y entró a una tienda‑librería‑confitería. Aunque las obras literarias llegaban raramente a aquel perdido rincón, en ese día, sin embargo, el escaparate guardaba dos o tres libros nuevos. La extraña carátula de uno de ellos le llamó la atención: sobre un dibujo atormentante, leyó el título: El Triunfo de la Muerte. Y lo compró y lo leyó en una tarde y una noche. Al otro día tuvo fiebre y se metió en cama.

El ya no podía más.

Las bruscas revelaciones de la obra marcaron el derrotero de su pobre alma sin guía, y todo el tranquilo llanto que enjugara con sus manos cayó sobre el libro, sobre sus viejos vestidos que lloraban con él.

Al cabo de tres días se levantó.

Era de noche, y afuera la borrasca clamaba incesantemente. Con sus manos trémulas encendió fuego y pasó dos horas ordenando los carbones encendidos.

Después se levantó, cogió el libro, y besando el nombre del autor, arrojó al fuego aquellas páginas queridas. La llama se hizo poderosa durante un, minuto, fue disminuyendo en pasajeros recrudecimientos, se apagó, se avivó repentinamente, se extinguió del todo.

Narcés abrió la puerta. Los ceibos y timbós, blancos de nieve, estaban a dos pasos. El frío era agudo en ese raro invierno. A lo lejos aullaba el aguará guazú.

Sin sombrero, sin capa, incaracterístico como una sombra que se hizo viviente sólo para caminar, comenzó la marcha hacia el humedal; los lobos de crin sudamericanos aullaban más cerca.

Narcés se internó en la blanca masa de árboles, lentamente. De pronto los aullidos cesaron, y detrás de Narcés brillaron dos puntitos rojos. Y desaparecieron, Narcés caminaba con la cabeza caída. Al rato había cuatro, La figura del viejo iba decreciendo en la distancia. Al rato había ocho. En las tinieblas se oía un seco castañeteo. Al rato había veinte; y los puntos rojos marchaban detrás de Narcés, en un semicírculo que se acercaba poco a poco, cada vez más cerca, más cerca, a la lejana silueta del viejo heroico que, se perdía seguido de la bandada de lobos.

De Narcés nunca se volvió a saber nada. El señor de los dominios, enterado de su desaparición, puso en su lugar a un guardaparques sensato, grueso, bonachón, que nunca tuvo la ocurrencia de ir en una noche de invierno a pasear por el estero.


FUENTE

http://www.econoticias.org.

1 comentarios:

Marilú dijo...

Hola Paulita...que grato fue para mi descrubrir un blog más tuyo, creeme que me fascinaron, me quiito el sombrero ante ti, ¡eres grande!...Gracias por todos tus aportes realmente estan enfocados a lnuestra experiencia como educadoras y me encanto todo lo que aqui encontré... ¡Gracias Paulita!...Gracias por todo...Recibe un gran abrazo de tu amiga de villahermosa, Tabasco, México...Marilú San Juan Ibarra.

 

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